La ciudad sigue ahí, las cosas han cambiado ligeramente, uno llega y parece que no se haya ido, ya no impacta ni el sonido del cable bajo las calles, ni la sirena de mediodía, ni las focas del puerto, ni la sopa tomada en un pan, ni la celda de Al Capone, ni la sobrecogedora puesta de sol en el Pacífico... Sin embargo, por más que recuerdes al San Franciscano, no deja de sorprenderte. En una ciudad que no llega al millón de habitantes, con más de la mitad de la población oriunda (ya sean asiáticos o latinos), con turistas por doquier, uno no consigue andar dos manzanas seguidas sin cruzarse con algún extraño elemento digno de aparecer en dicha sección. Gente original, simpática o no, sin complejos, daltónicos, histriónicos, reivindicativos, bohemios, libres o no, sensibles, artistas, raros, homosexuales o no, pacíficos, exhibicionistas, líderes de opinión, creativos... Personas que hacen lo que les da la gana en una ciudad abierta, libre de los estrictos moldes del Tío Sam.

Y la hemos recorrido, colina arriba, colina abajo, para saludar a nuestros viejos amigos y encontrar que detrás de los disfraces, más allá de la tecnología y el glamour de la capital digital del mundo, uno encuentra el calor de tipos muy grandes. Así que he terminado el día sentado a los pies de la cama de mi amigo Duncan, convaleciente de una lesión de espalda, hablando de la libertad y la democracia en el mundo, de las contradiciones de su país y del mío, de Snowden, Manning y Assange. Los dos, indignados, hemos llegado a la misma conclusión, que estando tan lejos físicamente, estamos muy cerca.
No está mal esta gente.
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